El
proceso visual se inicia en el momento en que el ojo capta y
enfoca la luz para proyectarla en un pequeño hoyuelo, ubicado en
la parte posterior de la retina, conocido como fóvea, lugar
donde el milagro del color es procesado con una destreza y velocidad
asombrosas. En la retina, se concentran los llamados fotorreceptores,
los cuales, por su forma y funciones, se dividen en dos: conos y
bastones. Los conos, de los que el ser humano tiene unos siete
millones, son los especializados en ver los objetos a plena luz del
día. Los conos hacen posible el generoso banquete del color.
Concentrados en la fóvea hacen que ésta sea el
punto más adecuado para enfocar cuerpos iluminados con una luz
brillante, ya que responden mejor a la sección verde amarillenta
del espectro. Los bastones, de los que cada persona tiene unos 130
millones, reaccinan mejor ante las longitudes del verdeazul y bajo la
luz mortecina de la oscuridad. Un ejemplo de este fenómeno se
encuentra en los animales nocturnos -como las ratas y los búhos-
que son ciegos a los colores debido a que su retina contiene mayor
número de bastones, mientras que ciertos pájaros e
insectos -como el colibrí y las abejas- tienen predominantemente
conos, que por una parte les permiten ver colores prohibidos para los
seres humanos, como los tonos ultravioles, y por otra les provoca una
terrible ceguera nocturna.
CONOS Y BASTONCILLOS  |
EL PROCESO CEREBRAL
Los conos y bastones están conectados con
unas fibras nerviosas que envían sus impulsos hacia el cerebro a
través del nervio óptico. Lo que alcanza nuestra retina
es tan sólo una confusión de danzantes puntos lumninosos,
caos que el cerebro se encarga de reordenar. Ahora se sabe
también que casi una tercera parte de la materia gris se dedica
a analizar los detalles de diferenciación del color. De hecho,
fue hasta 1977 cuando el fisiólogo japonés Zeki
descubrió el escondite del proceso del color: se encuentra en el
hemisferio izquierdo de la llamada zona V4, donde el 60 % de las
células están codificadas para registrar los colores en
bruto, es decir, sin tomar en cuenta sus formas. Este complejo proceso
lo logra en colaboración con otros puntos cerebrales.
En 1801, el físico inglés Thomas Young
cuestionó la naturaleza de los conos o cromorreceptores, ya que
bajo su lógica el ojo humano no podía contener tantos de
ellos como colores hay en el mundo. Por lo mismo, descubrió que
hay tres tipos de conos: uno que trabaja únicamente con la gama
de los rojos; otro, con la de los verdes, y un tercero con la de los
azules. Observaciones a las que se sumó a mediados del mismo
siglo el fisiólogo alemán Hermann von Helmholtz. Este
último, entre muchas de sus valiosas aportaciones a la ciencia y
al arte, definió las bases de la llamada mezcla aditiva del color,
un sistema de interrelación de luces cromáticas, donde
los primarios son el verde, el azul y el rojo, los cuales, al
sobreponerse unos con otros, forman las luces secundarias.